“Preferiría no hacerlo”, pensó Julia cuando su jefe le encargó un trabajo para el mes de julio. Pero se calló y no dijo nada: no están los tiempos para negarse a trabajar cuando te piden algo que, en principio, todo el mundo envidiaría. Pero ella preferiría no hacerlo.
Le vino a la memoria un relato de Herman Melville; en él, un personaje que llega como escribiente al despacho de un abogado se dedica a repetir sistemáticamente esta frase, “preferiría no hacerlo”, cada vez que le piden algo. Ella, sin embargo, nunca haría eso, aunque no por falta de ganas en determinados momentos.
Ahora mismo, por ejemplo, desearía poder decirlo. Ha pasado un invierno duro, ha tenido mucho trabajo, su marido ha viajado continuamente también por razones laborales y sus hijos, ambos adolescentes, se han pasado el curso luchando entre sus irrefrenables ganas de salir con amigos y sus obligaciones con los estudios. Ella ha estado ahí para ayudarles. Los exámenes de sus hijos aumentaban las preocupaciones de Julia, que comenzaba a estar cansada. Necesitaba vacaciones. Más que nunca, este año quería desaparecer y dejar todas las labores que llevaba a cabo en su día a día cotidiano.
Miedo al “no”
Julia fue la mayor de cinco hermanos y con frecuencia tuvo que cuidar de ellos. Habría preferido no hacerlo, pero ni siquiera atrevió a pensarlo. Nunca pudo poner palabras a lo que sentía; por esa razón le gustó tanto el relato de Melville (“Bartleby, el escribiente”), donde aquel personaje pronunciaba una y otra vez la frase que explicaba gran parte de lo que ella había callado en su historia infantil. El deseo de ser querida por sus padres la había llevado, en la infancia, a ocuparse de labores que no le gustaban. Pero decir “no” representaba que la podían rechazar.
Hoy, después de haber elaborado psicológicamente quién era y qué quería, se atreve a hacerse cargo de sus deseos, sabe lo que quiere y lo que no. Lo dijera o se lo callara, ella sabía cuál era su deseo. Antes no podía negarse nunca a nada: ni en el trabajo, porque creía que la echarían; ni en la cama, porque fantaseaba con que su pareja la rechazaría para siempre; ni en su casa, pues sus hijos la verían como una mala madre. La mirada crítica que tenía sobre sus actos era tan intransigente que no le permitía decir “no” a nada. Asociaba negación con debilidad.
Hacia la felicidad
Curiosamente, cuando comenzó a expresar lo que quería y a rechazar lo que no deseaba no se cumplieron sus peores temores. Antes al contrario, en su trabajo la empezaron a valorar más, porque aparecía como una mujer con criterio propio; su pareja empezó a respetar más sus deseos y ella se sintió más querida. En cuanto a sus hijos, aunque protestaban, los veía mejor. Saber decir “no” favorece que podamos disfrutar más cuando decimos “sí”. Registrar lo que preferimos hacer y lo que deseamos rechazar significa hacernos cargo de nuestros deseos y gozar de la sensación de que somos nosotros los que tenemos en nuestras manos el control de nuestra vida.
Ahora bien, decidir no hacer algo muestra no sólo nuestros deseos, sino también nuestros límites. La energía que nos mueve en la vida se agota si no la reponemos, si no respetamos nuestras necesidades tanto corporales como emocionales. Nos resulta imprescindible alimentarnos de lo que nos gusta y tener tiempo para escucharnos mejor, para rechazar lo que no queremos y elegir, en la medida de lo posible, acercarnos a aquello que nos hace sentir bien.
Acabo de leer este articulo en: mujerhoy.com y me he sentido muy identificada.
Se que muchas de las personas que también sufrís Fibromialgia, os sentiréis al leerlo, reflejadas en él; pues una de nuestras características, es el no haber dicho que "no" a muchas cosas y cargarnos nosotras con el doble de trabajo.